NOTAS DE VIAJE
[De
Madrid al norte de España]
Por
Pedro Menchén
[Las Navas de San Antonio, Segovia],
19 de febrero de 1984 (domingo)
Después de desayunar y charlar un rato
con Loli, vamos al redil a despedirnos de su marido. A continuación pasamos por
casa de Pascualín y nos invita a tomar el aperitivo. Volvemos a la otra casa.
La señora Loli me muestra fotos de su hijo pequeño, un chico de unos diecisiete
años, que estudia en un colegio de Castellón. Es un chico demasiado guapo y su
imagen me produce un fuerte impacto. Tiene ese aspecto sano y fuerte de los
chicos de pueblo, un rostro precioso y una deliciosa sonrisa. Casi tiemblo al
contemplar las fotos.
Discusión sobre el
tema de la libertad sexual. Loli tiene ideas muy liberales, lo que me parece admirable.
Pero no sabe cómo mostrarme su simpatía y hace algunas insinuaciones veladas
sobre tolerancia que casi me incomodan. Recuerdo que un día la madre de Jose,
que es su hermana, me dijo también que le hubiera gustado tener un hijo
homosexual, ya que considera a los hijos homosexuales mucho más cariñosos y
sensibles que los otros. Ella, para su desgracia, tenía cuatro hijos
heterosexuales y ninguna chica. Así que las dos hermanas piensan igual y me da
la sensación de que alguna vez han hablado sobre mí. Finalmente, Loli nos
entrega bocadillos para el viaje y
partimos. Son las dos de la tarde.
Fernando parece que se va a quedar con
las ganas de ver la nieve (no la ha visto en su vida), ya que, a pesar del
frío, no la hay por ningún sitio, ni en las colinas ni en los ribazos. Sólo un poco de escarcha en esos sitios donde nunca llega el sol.
Sobre
las 4 de la tarde hacemos una parada en medio del campo para comernos los
bocadillos. Un rato antes Jose y Fernando han discutido sobre el dinero que
tenía que poner cada uno para la gasolina. Ahora Fernando se aleja unos metros
con su bocadillo y Jose me dice que está harto de él y que espera perderlo de
vista para siempre cuando termine el viaje. Después es Jose el que se aleja y
Fernando me dice lo mismo. Él también está harto. No soporta oír la música a
todo volumen y preferiría que fuéramos hablando de tonterías. Yo le digo que
debemos tratar de evitar las discusiones y procurar pasarlo bien. En eso está
de acuerdo conmigo.
Proseguimos
el viaje, ahora con mejor ánimo después de llenar nuestros estómagos. Fernando
coge el volante. Jose se duerme en el asiento trasero. Fernando y yo hablamos
del “imperialismo”, de la situación en América del Sur y de su dependencia de
Estados Unidos. Él siente un rechazo total por los Estados Unidos, pero yo no.
Aunque no estoy de acuerdo con su política exterior, admiro muchas cosas de ese
país, como su estilo de vida, su literatura o su cine.
Hablamos de
Pascualín, de su mujer y de la pareja que estuvo en la casa con nosotros. Todos
ellos nos parecían seres primitivos, pero auténticos y felices.
Fernando me cuenta
experiencias de su vida en Montevideo, donde fue profesor de autoescuela y
taxista. Una vez subió a un tipo en el taxi y, después de llevarle a su
destino, no quiso pagarle. Además, le trató con chulería y desdén. Eso fue lo
que más le dolió. El tipo se bajó del taxi como si tal cosa, encendió un
cigarrillo y comenzó a alejarse por la calzada. Lo mismo estaba borracho. Quién
sabe. El caso es que Fernando le contemplaba furioso, lleno de rabia y de
impotencia. Vio al tipo pararse un momento y no lo dudó: metió la marcha atrás,
embistió contra él y lo derribó sobre el suelo. Oyó que el tipo le insultaba.
Pero Fernando ni se inmutó. Volvió a pisar el acelerador, golpeó repetidamente
el cuerpo de aquel hombre y se alejó*.
Entramos en la
provincia de León y de pronto cambia radicalmente el paisaje. Las cumbres de
las montañas están nevadas y todo es mucho más verde. Al salir de un largo
túnel nos encontramos, a la derecha, con un bonito pueblo, donde todas las
casas tienen los tejados de pizarra. Luego viene otro pueblo parecido y a
continuación otro más importante llamado Ponferrada. El paisaje es cada vez más
impresionante. Cruzamos un mismo río, rodeado de frondosa vegetación, por un
lado y por el otro, varias veces. Luego empieza a oscurecer y cuando nos damos
cuenta son las nueve de la noche y ya estamos en Lugo.
Nos instalamos en una pensión que hay cerca
de la estación. Nos lavamos un poco y salimos a dar una vuelta. Entramos en el
recinto amurallado, deambulamos por la plaza Mayor y callejeamos durante un
rato. Luego nos metemos en una especie de bar-restaurante. Tenemos ganas de
probar la comida gallega. Pedimos una ración de pulpo. Ellos piden cerveza y yo
ribeiro. El vino gallego es suave y los cuencos de loza donde lo sirven,
pequeños, así que me tomo cuatro vinos sin apenas darme cuenta. Me siento
eufórico. Los camareros son muy amables y cuando les pregunto por la marca de
vino que estoy bebiendo, me aseguran que ellos tienen la exclusiva y que no
podré encontrarlo en ningún otro sitio. Jose y Fernando se ríen a carcajadas
cuando ven al camarero envolverme una botella que no he encargado. Al parecer,
me deben considerar un tipo de alto poder adquisitivo. Creo que ha habido algún
malentendido. No obstante, me quedo con la botella. El camarero dice que cuesta
400 pesetas, pero que me la deja por 250. Luego me da a probar de otra botella
de vino. Nos vamos de allí después de las doce, cuando ya han cerrado y se ha ido
todo el mundo. Pensábamos irnos directamente a la pensión, pero nos metemos en
un pub que encontramos por el camino. Yo sigo bebiendo más vino. El primero,
tengo la sensación de que estaba malo, pues me sienta fatal. Así que pido que
el siguiente sea de otra botella, a ver si es mejor, y luego otro y otro. No
hay mucha marcha porque los domingos, como ocurre en todas partes, la gente se
recoge pronto, pero el lugar es agradable y no se está mal. De pronto vuelvo la
cabeza y veo un rostro conocido. ¡No puede ser! ¡Es Javi, un ex compañero de
trabajo en el hotel Ariel Park! ¡Vaya casualidad! Nos abrazamos de alegría. Nos
presenta a su hermana. Les invitamos a tomar algo y se sientan con nosotros.
Ella es una chica simpática. Tiene exámenes al día siguiente y dice que lamenta
no poder acompañarnos para mostrarnos la ciudad. Pero lo hará Javi. Nos
despedimos de ellos y nos citamos para el día siguiente. Yo, para celebrar el
reencuentro, sigo bebiendo más vino. Hasta que me siento mal. La cabeza me da
vueltas. Intento apoyarla en el respaldo del sillón, pero nada. Pido un vaso de
agua, pero sigo igual de mal. Le pido a Jose y a Fernando que nos vayamos. Y
entonces siento unos deseos tremendos de vomitar. Nunca he estado tan mal en mi
vida. Voy corriendo al servicio, pero no soy capaz de aguantarme y vomito en la
misma puerta. Luego sigo vomitando en el lavabo y en el water. Lo dejo todo
hecho un asco. Me he manchado incluso la ropa. Corro de allí avergonzado.
Espero a Jose y a Fernando en la calle tiritando de frío. Nunca me había
sentido tan mal. Cuando salen, comienzan a reírse de mí. Seguimos andando por
el laberinto de callejuelas, yo trastabillando a cada paso, y ellos no paran de
reírse. Se empeñan en entrar en otro pub. A mí lo que me apetece es irme a la cama,
pero accedo a acompañarles. Sin embargo, esta vez no bebo nada. Me siento en un
rincón y casi me quedo dormido. Después es Fernando quien quiere ir a la
pensión, pero Jose insiste en quedarse. Así que regresamos Fernando y yo y le
dejamos a él solo en el pub. A trompicones y con un frío bestial, conseguimos
llegar a la pensión. Yo me meto enseguida en la cama y me duermo profundamente.
Pero Jose me despierta una hora después. Dice que no se ha ido, sino que le han
tirado del pub. Jose nunca se va de ningún sitio. La única forma de conseguir
que abandone un local es tirándole a la calle.
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* Por lo que me contó, creo recordar que era la
callejuela apartada de un barrio solitario y no lo vio nadie. Es más que
probable que matara a aquel hombre. (N. de PM).